Era ya el 38, y había ganado el bando fascista. Antonio no lo dudaba, tiempo después, cuando andaba por los campos de la batalla del Ebro. Su rostro era gris como el de un cadáver de los muchos que yacían en el fango. Tenía los pulmones llenos del aire infecto del humo y la muerte, y a cada paso que daba, tosía. Las plantas de sus pies estaban desgarradas de tanto caminar, y en la boca le quedaba el regusto a sangre mezclada con hierro. Los ojos le dolían, pero estaban demasiado secos para lagrimear.
Fue en ese momento que lo vio. Lo vio tirado allá, en lo alto de una colina, junto a otros del Batallón Garibaldi. Aún parecía respirar. Y como si le fuera la vida en ello —porque le iba la vida en ello— echó a correr con todas sus fuerzas para alcanzarle. Si bien ateo, rezó a la inmaculada concepción. Lamentó todo. Ofreció todo. Prometió todo.
1936 – Batalla de Madrid
"Estos fascistas hijos de puta serán ahorcados", pensaba Antonio, empuñando su rifle mientras la tormenta de metralla caía alrededor de los republicanos. Se encontraba separado de sus compañeros a medio combate. Alrededor suyo, los escombros se extendían sobre la tierra como el gigantesco cementerio de una ciudad. El cielo dejaba caer bolas de fuego que quemaban hasta la mirada; para los soldados republicanos, las bombas de los fascistas eran como brechas del infierno que se abrían, exhalando su aliento sulfúreo, mientras que los estallidos eran los gritos horrorizados de las almas en pena.
Entre el hierro y el fuego, Antonio se hacía paso, corriendo como un perro salvaje, el corazón latiéndole tan rápido como sus pasos. Una columna de humo más adelante bloqueó su vista e inundó sus fosas nasales con ardor. Antonio apretó fuerte el rifle, con sus piernas temblando, rechinando los dientes. Algo se movió delante de él, y sin pensarlo, el joven se tiró contra el suelo, abrazando los escombros y el alambre de púas, que le recibieron con cortes y punzadas. En menos de un segundo, el sitio donde había estado fue alcanzado por un relámpago de balas, que venían de tres fascistas avanzando hacia él.
Antonio no dudó y disparó su fusil, jalando el gatillo con la rabia que le daba su dolor. El arma escupió un quejido metálico y acertó a dos de los falangistas, mientras que el otro cayó hacia atrás intentando evitar el contraataque de Antonio. El republicano se levantó y, sin pensarlo, le reventó la cabeza de un disparo al que estaba en el suelo. La sangre le cubrió, y estaba tan caliente como el cañón de metal de su fusil.
"Tres muertos, vaya honor", pensó con una oscura ironía, mirando que el muchacho al que acababa de matar debía haber tenido unos veinti pocos, casi como él mismo. La medicina contra la sublevación de Franco ofrecía dos oportunidades: La amputación, o la muerte. Antonio, que soñaba con devolver la paz a la república, intentaba mantener su esperanza, pero era difícil tener esperanza en el sueño con la sangre de tres anónimos entre manos, tan fascistas como fueren. Ojalá, deseaba, las batallas pudieran haber sido a golpes antes que a rifles y bombas.
Más atrás, sus compañeros dieron la señal de que los fascistones se retiraban. Antonio dejó salir el aire de sus pulmones en un suspiro lastimero, pero con nota de alivio. El cielo era gris, pero aun así, pensó, el sol aún estaba ahí.
Volviendo al campamento, un mal paso entre los escombros le haría caerse a una fosa oculta. Gritó mientras caía, y luego al sentir el dolor del tobillo que se había roto, viendo su pie casi doblado. Oteó sus alrededores, y al encontrarse solo, lloró de dolor.
—Qué idiota tienes que ser como para haberte caído —dijo una voz desde lo alto de la fosa, con un fuerte acento italiano.
La mano de Antonio fue directamente hacia su fusil, pero al ver un martillo y una hoz en la bandana que el italiano llevaba al cuello, supo que no era de los que Mussolini había enviado para apoyar a Franco. Instintivamente, se limpió las lágrimas con un movimiento del antebrazo, y volteó hacia arriba, entrecerrando los ojos.
—Bonito pañuelo —dijo Antonio con una risa entre quejidos de dolor—, muy masculino. Apretó los ojos para evitar que le siguieran cayendo lágrimas.
—Es una bandana, ritardato mentale.
Antonio lo vio bien ahora. Llevaba unos pantalones beige y una camisa blanca, junto con un cinturón cargado de municiones.
—Dime, compañero. ¿Qué hace un italiano en el bando republicano? —preguntó Antonio, sintiéndose algo más relajado, pero aún en dolor.
—Muy sencillo, te diré mi opinión de Mussolini. Escucha con atención…
Antonio entonces oyó, bastante divertido, cómo aquel joven que debía ser un poco menor que él profería la más compleja, extensa, y graciosa sucesión de insultos que el dialecto napolitano permitía.
—Qué puedo decir, sino que pienso lo mismo que tú —dijo Antonio, intentando poner una sonrisa—. Muy generoso de tu parte que quieras evitar que en España pase lo mismo.
El joven italiano se quitó de la cara su pelo marrón, algo más oscuro que el de Antonio, y bajó a la fosa como bien pudo. Se acercó a Antonio con una expresión de tedio, y se agachó junto a él.
—¿Tobillo? —preguntó.
Antonio asintió con la cabeza.
—Merda. Bueno, habrá que ver cómo te saco de aquí, bastardo.
—Vaya, si he tenido suerte de encontrarme contigo. Mi nombre es Antonio, por cierto. Antonio Fernández Carriedo —dijo ofreciéndole la mano.
—Lovino Corelli, del Battaglione Garibaldi —dijo estrechando su diestra contra la del español. Ahora, Antonio, por favor no me seas un puto dolor de cabeza, y ayúdame a sacarte de esta jodida fosa.
—Nunca podré pagarte la deuda de traerme hasta el campamento —dijo Antonio relajándose en la silla, con el tobillo cubierto de vendas y la pierna levantada.
—Y mi espalda jamás se recuperará de haberte cargado hasta aquí. Ojalá fueras tan liviano como eres idiota—dijo el italiano, sorbiendo de una taza de café.
—Sí, bueno, lo lamento. Pero al menos no puedes negar que tengo encanto—respondió el español.
—Lo que tú tienes es un talento para meterte en problemas —replicó Lovino—. Eso es lo que tienes.
—Bueno, al menos he encontrado la amistad de un generoso caballero —Antonio dijo, levantando la taza del café que Lovino le había preparado, tomando un sorbo. Puso una mueca como si acabara de beber carbón con agua. Tosió.
Lovino respondió ante la mueca:
—Quizá mi café sea demasiado fuerte para ti.
Un par de semanas fueron suficientes para que ambos jóvenes establecieran una amistad, una que Antonio valoraba particularmente encontrándose en el campo de batalla. Sabía que cada respiro que daba podía ser el último. A pesar de los horrores, Antonio recordaba sus sueños, y puede que pronto nuevos sueños estuvieran por surgir. El sueño de la república sin la maldita espina que eran Franco y sus sublevados, sueño que se había prometido a sí mismo que vería cumplido. Que había prometido de la misma manera en que le prometió a su madre que volvería a casa antes de Nochebuena. Como le había prometido a su abuelo, quien murió en una mina de carbón, que intentaría hacer un mundo más justo. Así como las canciones prometían —o soñaban— que los generales sublevados serían ahorcados.
Pronto, el Batallón Garibaldi se separaría del campamento donde se encontraba Antonio. Al enterarse, el corazón le pesó en el pecho tanto como le pesaba respirar. Lovino tampoco se vio particularmente feliz al enterarse, pero aún les quedaban unos días de charla.
Una noche, en la que a ambos les tocó patrullar, las estrellas titilaban en el cielo, como centenares de pequeñas y distantes lágrimas. Los grillos a su alrededor emitían sus musicales rasguidos, y lo seguirían haciendo estuvieran o no ellos ahí. Los dos jóvenes caminaban cerca el uno del otro, sumidos en una peculiar melancolía que a ninguno le hubiese gustado admitir.
—Tengo la esperanza de que nos veamos después de esto —dijo Antonio—. Por más irreal que sea, creo que me daría algo más por lo que luchar. Si no, es que yo veo cada vez… menos sentido a lo que estamos haciendo.
—Por como pintan las cosas, Toni… —respondió Lovino con un suspiro—. Es una bonita esperanza.
—¿Eres de Nápoles, no? —preguntó el español.
—Il Duce no va a irse de Italia pronto. Italia no es a donde yo quiero ir. Desde hace un rato he soñado con la Unión Soviética.
—¿La Unión Soviética? —preguntó Antonio—. ¿Por qué no aquí?
Lovino sacó un papel amarillento de su bolsillo, iluminándolo con una de las linternas que llevaban.
—Lee.
Antonio leyó la página, que estaba escrita en ruso, pero que tenía anotaciones a los costados en español. Únicamente pronunció en voz alta las primeras palabras.
—Junto con la profilaxis y otras medidas curativas, nuestra sociedad creará las condiciones indispensables para que las interacciones cotidianas de los homose… Oh. Entiendo.
—Me lo tradujo un compañero ruso que traía consigo una copia de la Gran Enciclopedia Soviética, aunque me dijo que estaba desactualizada y que desde el 34 sacaron una nueva, pero que no está muy al tanto de las leyes sobre eso. Se llama Iván, por si te lo encuentras. Pero recuerda que mis confidencias no son para andar compartiendo a la ligera.
Antonio admitió:
—En ese caso, Lovi…
Unas horas después, aquella noche acabaría con una profunda mirada entrecruzada, y con una promesa de hacer lo posible por sobrevivir y emprender un largo viaje. Era algo que Antonio necesitaría después de la matanza que estaba por ocurrir.
1937 – Jornadas de mayo
Sabía que no debía haberse juntado con los anarquistas; para las jornadas de mayo del 37, en Barcelona, las balas llovían sobre él como si fuera un fascista. "Mi mismo jodido bando", pensaba mientras corría entre las calles, intentando evitar que las balas de los comunistas le quitaran la vida que tanto quería conservar. Atrás de él se escuchaban los gritos, los pasos y los disparos, que ahora reventaban los ladrillos de los ya dilapidados edificios de Cataluña. Él sabía que tenía que sobrevivir, una promesa que cumplir. Sin embargo, las cosas no se pondrían mucho de su lado. Al voltear por una calle, jadeando, sintiendo que las fuerzas se le iban del cuerpo, se topó con una enorme pila de escombros que le bloqueaba el camino. Sus perseguidores venían detrás de él a toda prisa; no quedaba intentar otra cosa que escalar. Para su desgracia, acabó resbalando, cayendo por donde había intentado subir, dándose una buena paliza. Cuando abrió los ojos, vio a uno de los soldados comunistas cubriéndose en una esquina, apuntándole con su rifle. Antonio se quedó congelado. El comunista jaló el gatillo.
Que su suerte bendijera al cielo, porque la bala del comunista fue a dar en el rifle de Antonio, salvándolo del disparo. El rifle de Antonio se disparó en respuesta, lo que hizo que el comunista se ocultara, dándole tiempo a Antonio para escabullirse. Buscó una salida de Barcelona, para dirigirse a algún sitio donde poder asignarse la bandera necesaria para sobrevivir, caminando entre los edificios desmoronados. Aquellos edificios que una vez se levantaron altos con su resplandor mediterráneo, decorados con estatuas de héroes y de ángeles que ahora yacían enterradas bajo los ladrillos rotos, entre el humo y los cimientos hundidos.
Después de kilómetros y kilómetros de caminar, se encontraría con un campamento de las brigadas internacionales.
El destino quiso que Antonio se encontrase con Iván, de quien Lovino le había hablado. Lo reconoció por el cabello tan blanco que casi parecía de plata. El ruso le compartió nuevas en cuanto al tema que había hablado confidencialmente con Lovino. Antonio, más decepcionado como no había estado en su vida, escupió sobre los nombres de Stalin y del camarada Gorki, quien ahora le acusaban, sin siquiera conocerlo, de ser un "degenerado burgués". El penúltimo de los sueños de Antonio se veía ahora destruido. Parecía que habría un cambio de planes, si es que llegaba a encontrar a Lovino: La Unión Soviética ya no ofrecía su bendición. Sin embargo, Antonio permanecía determinado. Vería cómo salir de aquel infierno. Aunque fuera lo último que hiciera.
Aquella noche, el viento sopló sobre las montañas como el último aliento de un moribundo.
1938 – Batalla del Ebro
El cuerpo del agonizante Lovino estaba a menos de cien metros cuando uno de los de Franco salió de uno de los edificios, dándole a Antonio un balazo en el estómago. El mundo se revolvió, se ensordeció, se agudizó en un dolor frío que poco a poco fue haciéndose cálido con el salir de su sangre.
Antonio intentó levantar la mirada para verle por última vez, pero alcanzó únicamente a ver a su asesino.
Cerró los ojos, y se soñó a Lovino y a él, y soñó que lo besaba. Aquel sueño, aunque patético y triste, sirvió para darle una última alegría. Poco a poco, mientras se arrullaba con el sueño, la luz fue saliendo de sus ojos, hasta que, finalmente, la luz se apagó.